'Cuando los volcanes envejecen' (Plataforma Editorial), el último y personalísimo libro del psicólogo donostiarra Javier Yanguas Lezaun, conmoverá a quien se asome a él ... sin haber cuidado a una madre con la vida postrada por la demencia. A los que sí saben qué se esconde tras cada palabra, tras cada pliegue, de esta historia de tantas y tantos, y a la vez siempre distinta, la lectura les erizará la piel. Un relato escrito con voz de mujer, descarnado y compasivo, sobre el amor, el dolor y el compromiso.
–Leo: «Que nadie olvide que fuimos, somos y seremos». ¿Quién era Maite Lezaun, su madre?
–Vaya… Era una mujer que nació en Lácar, un pueblo de Navarra, en 1936, y que emigró a San Sebastián con la Guerra Civil. Su madre murió muy joven, eso le marcó. Una mujer que se hizo a sí misma, que consiguió ir a París a trabajar y aprender francés, que se sacó el carné de conducir muy pronto, que estudió ya de mayor… Una mujer muy adelantada a su tiempo que tuvo la mala suerte, nada más jubilarse, de sufrir una hemorragia cerebral que le cambió la existencia.
–Y tras la demencia, ¿quedó algo de aquella mujer?
–Cuando se recuperó de la hemorragia, ya había cambiado. Luego fue perdiendo todo. Una de las cosas que más me costó del cuidado fue hacerme consciente de que la madre a la yo quería y admiraba había muerto en cierta forma. Que la que estaba allí era otra a la que tienes que aprender a querer y que, cuando lo haces, aparecen nuevas personas. Y esas nuevas personalidades eran bastante difíciles de querer, por decirlo así.
–¿Qué es este libro? ¿Un duelo, un ajuste de cuentas con la vida, una guía de supervivencia?
–Aunque el duelo pasó hace mucho, intenté tres veces escribirlo. Quería dar voz a la experiencia que tienen millones de personas, especialmente mujeres, del cuidado; a ese proceso, a ese sufrimiento, a lo que aprendes. Hay una parte autobiográfica, pero también está trufado de otras historias que conozco. Ha sido un proceso doloroso porque descubres cosas que no te gustan de ti mismo. Descubres la distancia sideral entre decirle a alguien en el despacho lo que tiene que hacer y cuando eso te toca a ti. Las pocas herramientas que tienes. También sentía que se lo debía a mi madre.
–«Visualizamos mucho el autocuidado, pero desdeñamos el cuidado de los otros». ¿Invisibilizamos lo que duele?
–Sí. Hemos vuelto a la interdependencia clandestina. El cuidado de los demás parece que nos sobra, nos ocultamos la vulnerabilidad; es más, nos creemos invulnerables. Concebimos las relaciones como un 'excel' coste-beneficio, donde el 'yo' está por encima del 'nosotros'. Y a veces la felicidad no es lo más importante.
–Hay páginas ásperas. Cuando esa madre percibe, en un rapto de lucidez, la falta de ganas de verla. O cuando quien cuida está a punto de devolver la bofetada que ella le ha dado en su desvarío.
–Hay una escena que es inventada y otra real. Y la del baño, la del pegar, es bastante real, vamos a decir. Quería contar esa parte tan jodida, tan complicada. Entre lo fácil que es decir que hay que cuidar pensando en el otro y la vida del cuidador, con su mochila. Cuántos grises entre hacerlo bien y hacerlo mal; o no hacerlo.
–¿Ha superado la culpa?
–(Pausa) No me he sentido culpable, pero sí hice cosas que no estaban bien. Intenté estar ahí en una situación muy complicada. Y uno también tiene que darse el permiso de entender que no todo en la vida lo hace bien, aunque esa sea su intención.
«El viejo que seremos»
–A muchos de los nuestros los cuidan otras.
–Sí. No queremos que nos cuiden nuestros hijos y cercenamos esa conversación. Y, al tiempo, no tenemos ningún problema, como dice Fernando Fantova, en tener una mirada colonial sobre ese cuidado; en traer mano de obra barata para que nos cuide.
–«Mi madre llevaba tiempo viviendo sin existir». ¿Tenemos que prepararnos para ese posible trance, para ser dependientes y perder toda decisión propia?
–He hecho el ejercicio de verme a mí mismo con una demencia y en silla de ruedas. Simone de Beauvoir decía que nos negamos a reconocernos en el viejo que seremos. Pues reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Eso ayuda a vivir, a decir 'Ostras, vamos a aprovechar este momento'.
–¿Qué enseña el cuidado?
–A mí muchas cosas: compromiso, perseverancia, renuncia. A poder estar sin hablar. El cuidado te da un pantallazo de la vida, te enseña que la vulnerabilidad existe; que no hacer lo que te apetece puede tener también un sentido. La puñetera reciprocidad, que es muy bonita. Te enseña cosas de ti mismo que no te gusta ver: el egoísmo, el enfado porque no puedes tener tiempo para ti. Y te enseña exquisiteces psicológicas como los pensamientos ambivalentes: quieres a tu madre pero la matarías; y te sientes fatal. También enseña el ver a gente apartarse cuando pasas. Las dificultades para lidiar con la vulnerabilidad de los demás.
–¿Y cómo quiere que le cuiden? En realidad, la pregunta es más cruda: si antes de verse en esa tesitura, preferiría morir.
–Cuando me traslado al futuro, me imagino siendo un viejecito haciendo cosas, que se puede mantener… Pero eso está por ver, ¿no? Quisiera envejecer en mi casa y que mis hijos me acompañaran. Pero no que tuvieran que pasar por todo lo que es indigno, feo, en el cuidado, desde que te duchen o te cambien el pañal, si es que te toca, a que te den de comer. Me gustaría que esa parte del cuidado, en mi caso, fuera más profesional. Hay algo en el «yo te baño» que transforma las relaciones; una vez que has tenido que duchar a tu madre equis veces, algo se ha roto ahí dentro. Algo que tiene que ver con el deterioro, con la indignidad, con el cambio de personalidad… No, no me gustaría que mis hijos tuvieran que pasarlo. Pero más que por la tarea en concreto, por el recuerdo que dejas, por las relaciones que cambian. Y sobre lo de alargar la vida o no, tampoco es tan sencillo decir cuándo es el momento de las cosas.
–El foco está en Madrid, pero 35.000 mayores murieron en las residencias de todo el país en la pandemia. ¿Hemos pasado esa página sin leerla? ¿Nos hace falta una auditoría colectiva?
–Necesitamos hacerla, entender qué significaba que, en función de la edad, se discriminara. Y tenemos que profundizar. Porque de la experiencia en EE UU se desprende que el rigorismo sanitario causó también muertes. Cercenar las relaciones, fomentar a veces el aislamiento, no dejar que las personas sigan con su vida… eso nos lo tenemos que replantear. No podemos pasar la página de lo de Madrid ni de otros 'Madrides'.
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