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Fue el mejor restaurante de Valladolid. Y el más querido. Que no lo digo yo, que no tuve la suerte de frecuentarlo. Lo corroboran las decenas de reseñas periodísticas, los libros de texto y los paladares de aquellos vallisoletanos y foráneos que el siglo pasado pudieron sentarse en una de las seis mesas del minúsculo e impoluto bar de la calle de la Manzana para empacharse de ese buen yantar, que igual ponía mantel al alcalde de la ciudad que al obrero que trajinaba por la Plaza Mayor. Y todo gracias al duende de Piedad en la bilbaína, al buen hacer de Hilario al mando de las comandas y la dedicación de sus dos cuñadas: Angelines, en la barra, y Paulina, en la planta de arriba, ayudando en los fogones de carbón. Piedad, Hilario, Angelines y Paulina fueron los cuatro ingredientes de Suazo, la modesta casa de comidas vallisoletana que logró fama en toda España e islas adyacentes. Abro hilo:
↓ Cuenta Antonio que Suazo, el restaurante que regentaron sus padres en el número cuatro de la calle de la Manzana desde 1939 hasta 1973, era mucho más que un figón. Y que para entender la esencia de esa diminuta casa de comidas, que contaba con media docena de mesas pegadas a un «precioso» mostrador de zinc, es necesario dibujar un Valladolid muy diferente al que conocemos. Una ciudad, rememora Antonio, «donde los chiquillos jugábamos al fútbol con pelotas de papel de periódico y los vinos se servían en decas». Sí, en decas.
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↓ Antonio solo conserva uno de esos vasos achaparrados pero suficientes para un buen trago de blanco, tinto de Toro de Frutos Villar o clarete de Cigales. «A Suazo el vino llegaba en pellejos, no había cántaros ni botellas, que mi padre guardaba en la bodega» y que cada día servía en el chateo de parroquianos fijos [los más] y figuras célebres del mundo del toro o de la farándula que tocaban a la puerta de la casa de Hilario y Piedad con la esperanza de probar las exquisiteces que allí se servían.
↓ En Suazo no había temporadas bajas. Las seis mesas de mármol y patas de hierro fundido siempre estaban llenas. Para comer casi había que hacer una instancia con varios días de antelación. Y, si por algún milagro había hueco, tocaba esperar. «Esta casa –repetía siempre Hilario con su particular seriedad y su conocida ironía– se caracteriza por tres cosas: por lo poco que damos, lo mucho que tardamos y lo caro que cobramos». Ninguna de las tres premisas eran realmente ciertas, pero tampoco importaba. El buen hacer del matrimonio cobró tal notoriedad que fue considerado una de las cuatro maravillas de la ciudad, junto a la Catedral vieja, la Universidad y la pastelería Freixas. Actrices de la talla de Celia Gámez no dudaron de calificarlo como «el sitio donde mejor se come de España». En Suazo se hacía buena cocina, pero para pocas personas. Lo que salía de la bilbaína de Piedad era comida casera, sin mantequilla y con aceite de oliva, elaborada con mucha paciencia y minuciosidad.
↓ Asegura Antonio que a su padre lo de la hostelería le venía de casta. Sus abuelos ya se dedicaban al negocio en la calle María de Molina. Con el tiempo, se trasladaron a los soportales de la calle de la Manzana, a un local pequeño que con los años Hilario y Piedad convertirían en un verdadero santuario gastronómico. «Y un lugar de encuentro» donde Antonio pasó muchas horas de su infancia junto a su hermana Carmen. Un bar limpísimo, acogedor, con duende, al ladito de la Plaza Mayor, donde la personalidad del matrimonio estaba reflejada hasta el más mínimo detalle. Hasta la mayonesa se hacía a mano. No había en Suazo olla exprés y el gazpacho se pasaba por el mortero. Cocina de carbón, a fuego lento. Y que siempre estaba abarrotado. Todos los días, menos los lunes, porque hasta en eso fueron innovadores Piedad e Hilario, en dejar un día de la semana para el descanso.
↓ Tampoco había carta. Era Hilario el encargado de recitar los platos de una manera tan singular que siempre despertaba el interés de los comensales: «Hoy les podemos ofrecer consomé, que es caldo del cocido de casa, quiere decir que no es Avecrem, ni ciertas cosas que suelen dar por ahí; los clásicos huevos fritos, un par de huevos fritos, no crean que van a encontrar nada especial, solos o con morcilla; merluza recién rebozada, una de las mejores de España e islas adyacentes [en este punto siempre saca una sonrisa a los presentes]; menestra, a base de guisantes, fondos de alcachofa y puntas de espárrago, todo ello natural, con un poco de ternera picada y jamón, puesto en ello las manos de Piedad, mi mujer, la cocinera». Y así seguía enumerando con seriedad muchos más platos, como callos o vieiras, de aquella cocina de mercado. «Y de postre, pues el postre de la casa, que no era de la casa: un chino, un ruso y un dulce Freixa o las natillas hechas a mano por mi madre a fuerza de vueltas y vueltas, entre la comida y las cenas», recuerda Antonio.
↓ Cuando Fernando Altés, un asiduo del local, preguntaba a Hilario por el secreto de celebridad de Suazo, él siempre respondía que era su mujer, el ángel de la cocina. «Yo cuento en segundo término. Sirvo las mesas y atiendo al comensal». Sus platos, sin duda, fueron la causa principal del éxito de Suazo, pero no el único. Hay más, mucho más. «A las manos de mi madre y a la amabilidad de mi padre, hay que sumar la ayuda de mis tías, que la clientela se prestaba y a los proveedores. Sin buenos proveedores, no podemos hacer nada», sentencia Antonio, que recuerda que su madre era la encargada de ir al mercado. «La mayoría de las veces al Val, donde Consuelo le tenía reservadas unas merluzas que podían pesar hasta ocho kilos», a las que luego Piedad, con mucha maña, quitaba la piel y sacaba los medallones, que rebozados con harina y huevo, eran una de las delicias del establecimiento. También frecuentaba, pero menos, el mercado de Portugalete cuando no encontraba ingredientes junto a la Plaza Mayor. «Los guisantes llegaban en sacos y toda la familia colaborábamos en desenvainarlos en la mesa de la cocina, que quedaba en la planta de arriba del restaurante», recuerda Antonio.
↓ A pesar del éxito, nunca se plantearon mudarse a un local más amplio. «Mis padres –medita medio siglo después Antonio en el Café del Norte– no han sido empresarios. Eran dos personas que sabían muy bien lo que hacían, que tenían un interés extraordinario en cuidar a los clientes. Y ahí [en no poder controlar más de lo que ya tenían] es dónde, con certeza, se entiende por qué no agrandaron el negocio. Mi madre era más lanzada, pero mi padre no quería. A mí me parece que lo hicieron estupendamente. Creo que tenemos que asumir riesgos, pero que los riesgos estén a la altura de nuestra capacidad de resolución de los problemas».
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↓ Que los hubo, como en las mejores familias. «De la misma forma que abajo no cabía la gente, la cocina, que era pequeñísima, estaba llena de cosas y de movimiento. Siempre pidiendo platos y haciendo guisos. Era muy activo todo y, a veces, muy tenso. La cara amable era el éxito, y la cara dura eran las horas de trabajo, el trajín continuo, los nervios y la tensión. Mucha tensión», asegura Antonio con la perspectiva que da el paso del tiempo. «Mi madre tenía que hacerlo todo, era una persona que no ha sabido delegar. Comenzaba a trabajar a las ocho y se podía acostar a las tres de la madrugada. Sin descanso».
↓ Piedad aprendió a cocinar en casa. Algunas recetas las heredó de su suegra, pero la gran mayoría eran de cosecha propia. De su cocina salían unos huevos fritos con puntillas que cobraron fama nacional. Unos decían que el secreto estaba en freír las claras y luego añadir las yemas, otros aseguraban que añadía leche... pero era mucho más sencillo y arriesgado. «Los huevos, de Piña de Campos, los cascaba en un plato hondo que aproximaba, como si de una ofrenda se tratase, a una sartén de mucho fondo, con mucho aceite y muy caliente, humeante. El contacto de los huevos con el aceite casi hirviendo era un espectáculo de humos y ruidos. Una vez en la sartén, con la ayuda de una espumadera los rociaba de aceite por encima a la vez que recogía las claras para darles aquella forma tan característica. Era una operación arriesgada de la que mi madre salía en alguna ocasión, no escaldada, pero sí con quemaduras en las manos», desveló Antonio Suazo en 2008, en el discurso de ingreso en la Academia de Gastronomía de Valladolid.
↓ La vida laboral y familiar de la familia Suazo discurría en 55 metros cuadrados. En dos pisos. En la parte superior, el maravilloso laboratorio de Piedad y las alcobas y, en la parte baja, el comedor dirigido por Hilario, el maestro de ceremonias. Millones de veces subió y bajó Hilario los peldaños de esa escalera de submarino que conectaban el restaurante con la sala de máquinas, acarreando un plato en cada mano. «No había bandeja y, excepto los guisos de cuchara, en Suazo todo se servía en platos de postre», explica Antonio, que con doce años se marchó interno a un colegio. «No había horario. Llegabas a las cuatro y podías comer; llegabas a las doce y cenabas». Y cuando acababa la jornada, Hilario todavía tenía energía para jugar una partida de tute habanero.
↓ En mayo de 1973, Suazo anunció su cierre. «Se nos va Suazo. Así como suena, en este sonar silencioso de la letra impresa, que también tiene su música. Una música, la de esta nota, muy triste para Valladolid, porque hemos de reconocer que Suazo, sin dejar de ser una casilla de buen comer, es una institución de nuestra ciudad, conocida en toda España, islas adyacentes y en no pocos sitios del extranjero. [...] Cierra Suazo, por una serie de razones que Hilario nos expone, mirando al techo un poco de reojo para que no veamos que se le saltan las lágrimas: que si se casa Angelines, que si Piedad está cansada... Hombre, Hilario ¡No fastidie!», escribía el 5 de mayo el periodista Francisco Javier Martín Abril en El Norte con la esperanza de que regresaran. No lo hicieron. El número cuatro de la calle de la Manzana, hoy totalmente remozado, acogió después el Restaurante Santi (Caballo de Troya), que en la actualidad está en el palacete de la calle Correos, y, desde 1993 Casa Tino, que hoy se encuentra a la vuelta, en la calle Alarcón.
↓ «Lo dejaron con buena salud y pudieron disfrutar de vivir con tranquilidad. El éxito es una droga y ellos supieron parar. Mis padres han sido unos fenómenos. Saber hacer felices a cuantos cruzaban el umbral de la puerta es privilegio de unos cuantos», concluye orgulloso Antonio, que recuerda con especial cariño la carta que les envió Miguel Delibes cuando falleció Hilario en 2001. La lee en alto, se emociona y nos emociona. Una cuartilla cargada de halagos sinceros que no puede terminar de recitar, porque cada palabra del puño y letra de Delibes representa el cariño de toda una ciudad a una pareja que consiguió, sencillamente, hacer historia. Una historia que ya había resumido cuatro décadas antes Martín Abril para La Vanguardia en el artículo 'Las manos de Piedad': «En este figón hay historia de madurez, de decantación lenta, de experiencia inteligente, de gracia no improvisada. Es, sencillamente, el saber hacer, el saber el oficio».
Antonio Suazo guarda como oro en paño un libro de autógrafos de los clientes. Entre las decenas de mensajes de gratitud destacan los de Miguel Mihura, Lina Morgan, Tony Leblanc, Matías Prats, Paco Martínez Soria, Paco Rabal o Conchita Velasco, pero por el establecimiento pasaron el rey emérito y el entonces príncipe de Asturias. También aseguran que la actriz Sofia Loren, que se encontraba grabando 'El Cid' en tierras burgalesas, hizo un hueco para probar las exquisiteces de Piedad , aunque Antonio no puede confirmarlo. La nómina quedaría incompleta de omitir la variopinta colección de sujetos que dieron consistencia al Suazo. Aquellos que consumían en el mostrador, pero pocas veces hacían gasto en la cocina. El torero Fernando Domínguez era uno de ellos y el cantaor Rafael Ponce, El Gitano Señorito, el que, acompañado del guitarrista Amador González, amenizaba las veladas.
El Hilo recuerda la historia de la cofradía de la Pasión, quien perdió gran parte de su patrimonio tras mudarse de su templo original declarado en ruina.
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