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Ahora, perder el hilo del pensamiento se llama niebla mental. Puede que la causara la covid, o que los años nos pasaran por encima. Hay ... ratos que no recuerdas ni lo que estabas pensando un minuto antes. «La abuela al hombre, el hombre al perro, el perro al gato, el gato a la rata, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la rana». Como en aquella canción infantil, las subordinadas son tantas que el pensamiento se embota. ¿Quién es el culpable de nuestro malestar, entonces? Porque mal nos sentimos todos. Queremos culpables, y las noticias son una verdadera fábrica: antes de ofrecer datos y pistas congruentes, ya hay veredicto de culpabilidad. De personas, de partidos, de ciudades, de países enteros. Y nos sentimos las víctimas principales de afrentas que nunca terminan: cuando ya aburre una, empiezan a dar la tabarra con otra.
Es normal que en la sobremesa apetezca abandonarse en los brazos de Poirot y Miss Marple. Agatha Christie pone desde el principio las cartas sobre la mesa. Presenta a los sospechosos –y en parte todos lo son, hay pocos santos–, revela y razona las pistas, y al final resuelve el caso. Casi siempre, como en la vida, está el dinero detrás, herencias y joyas de familia. Christie nos sitúa como espectadores de la podredumbre de la alta sociedad: asesinan, pero la sangre apenas mancha la moqueta. Al fondo suena el gramófono y por la ventana entra el olor de prímulas y narcisos. Es todo muy privado, y podemos investigar a placer, sin que entre la prensa a hacer conjeturas y complicar el lienzo. Si la que mata es una doncella, Agatha es más comprensiva: no envenena solo por dinero, sino por mucho más. Por tener, por ejemplo, un salón de té propio con tacitas de porcelana.
Por supuesto no es una novela social, poco nos muestra de las desigualdades de señores y servicio. Contra la novela negra, el sexo es casi inexistente. A veces aflora la venganza, pero raramente la ira, que empaña con tanta frecuencia los sucesos reales. La ira es una cosa de pobres. Con Agatha, los malos se vengan con una planificación compleja. Son como el Conde de Montecristo, pero agarrados a una taza de té. A veces tienen una justificación moral, pero, aunque maten al peor de los hombres, como en el Oriente Express, Poirot les sermonea: la ley está siempre por encima. Lo contrario es el caos.
Estos días puede verse una exposición bien curiosa sobre Agatha Christie en Valladolid, en la sala de las Francesas. Allí están los actores que más veces han encarnado a Poirot y a Miss Marple. Mis favoritos, David Suchet y Margaret Rutherford, son curiosamente poco heteronormativos, que se diría ahora: Suchet es un finolis remilgado, y Rutherford una señora de setenta que salta vallas con su traje de cheviot. Una feminidad rotunda y sin florecillas, como la de la propia escritora.
Agatha Christie escribía novelas como churros, en un par de meses y otro más para corregir, y las vendía todavía más deprisa. Dicen que empezaba los libros por el final, ya decidido el asesinato y el modo de cometerlo. Luego construía toda la historia, las relaciones de los personajes y ese ambiente que envuelve toda su obra, y que es lo que de verdad engancha, por eso da igual que sepas de antemano quién es el malo. Hay ganas de vivir en sus novelas, vivir a lo grande: viajar a El Cairo o a la Riviera con cuatro baúles, organizar cestas de picnic con sándwiches de pepino y champán, tomar el té con nata de Devon, cascar dos huevos pasados por agua y pimplarse un chupito de licor de grosellas... También toneladas de nostalgia de un mundo que ya quedaba atrás cuando la propia Christie escribía sus libritos. Marple sospecha enseguida del Hotel Bertram, porque es el único en el que el personal es de trato exquisito y ofrecen scones perfectos con el desayuno. La realidad no puede ser tan perfecta.
Las historias de Agatha Christie vienen a ser a la sobremesa lo que el blanco a las cocinas modernas, el deseo de poner orden en el caos diario. Recuerdo un artículo de Francisco Casavella, fallecido hace algunos años, sobre aquella serie de los noventa, Periodistas. Decía que no se parecía nada a la realidad de un periódico, no por los temas que trataba, ni por los amores y odios entre compañeros, que de todo hay, sino porque cada problema se resolvía mágicamente en un solo episodio. Eso, como sabemos, es totalmente imposible en la vida, porque un solo problema nos dura varias temporadas. Y ni siquiera es fácil encontrar al culpable.
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